miércoles, 12 de marzo de 2014

La piraña, ¿devoradora de hombres?



No solo de animales terrestres y aéreos vive la Amazonía. Si en uno de mis primeros post hablaba de los delfines, hoy voy a hacerlo de las pirañas. Como en torno a muchos otros animales, lo que se conoce de este pez es una mezcla de mito y realidad. No son los peces enormes con dientes gigantes que te devoran en cuanto te metes en el agua, como mostraba la película Piraña, pero hay que admitir que tampoco son los habitantes más inofensivos de la selva amazónica. Lo que queda claro es que el cine ha hecho muchos daño a ciertos animales... 
Tengo que reconocer que, antes de viajar a Perú, mis conocimientos sobre estos peces también eran escasos. De hecho, se limitaban a una piraña disecada (¡pobre!) que tenían mis padres en su casa y que se trajeron de un país ignoto antes de que yo naciera. Esa piraña, efectivamente, es grande y tiene unos dientes también bastante grandes. Y una cara de mala uva que no veas. Me ha mirado toda la vida desde una estantería del salón con ojos amenazadores, pero tengo que decir que nunca llegó a poblar mis pesadillas infantiles. 

La piraña de casa de mis padres

Con la piraña me pasó lo contrario que con los insectos. Pensé que la de casa de mis padres era la del País de los Gigantes y las del Amazonas unas pequeñajas que no estaban bien alimentadas. Lo normal es que midan entre 15 y 25 cm., aunque pueden llegar a medir hasta 35 cm. La piraña de vientre rojo es la única especie de este pez de la que se han registrado ataques a humanos, en todo caso, de manera excepcional. Y, ¿a que no sabías que existían pirañas herbívoras? Pues también las hay. Una característica que diferencia a unas de otras es que las carnívoras tienen los dientes puntiagudos y afilados y las herbívoras los tienen planos.

Mucho mito sobre pirañas que comen personas, y en realidad son las personas las que se comen a las pirañas. En el Amazonas se pescan para el consumo, al igual que muchos otros peces. Nosotros salimos a pescar dos días en el río Yanayacu, aunque solo para estudiar a las presas y luego soltarlas. En la primera ocasión lo intentamos con una red. Y tengo que decir que, desde luego, mi grupo y yo moriríamos pronto como tuviéramos que alimentarnos de lo que cazábamos con ella. Supongo que todo es cuestión de práctica, pero nuestros primeros intentos fueron de risa. Pescamos ramas y poco más. Eso después de meternos hasta la cintura unos y hasta el cuello otros, haciendo un círculo con la red para atrapar a los peces, que en teoría se verían rodeados y no podrían escapar. ¡Je! Los que acabamos enredados casi somos nosotros...

La salida en barca para pescar con caña fue distinta. Y con caña de las de verdad: un palo con un sedal atado en la punta y un anzuelo rudimentario. Un poco de pollo de carnaza y… al agua, a esperar a que picaran. Al principio lo único que hacíamos era alimentar a las pirañas, porque cada dos por tres nos encontrábamos el anzuelo vacío y ni rastro del pez que se lo había comido. No es fácil pescar, y además en este caso no teníamos carrete con el que enrollar el sedal cuando notábamos que picaban. Lo único que podíamos hacer era tirar de la caña hacia arriba y en el momento justo, si no, bye bye. Yo acabé el día orgullosa de mí misma, pues pesqué dos peces, uno de ellos una piraña. Tiré con tanto ímpetu de la caña para que no se me escapara, que a punto estuve de lanzarla por el otro lado del barco, llevándome de paso por delante a un par de compañeros. Al final el pez cayó dentro de la barca, pero hubo que atraparlo y echarlo al barreño antes de que saltara fuera. 
Una piraña pescada por mis compañeros. Fotos: Ricardo Castro
Aunque las pirañas no son tan fieras como las pintan, tampoco son peces para tener como mascota y meter el dedo de cuando en cuando en la pecera, aunque haya gente que lo haga. Bañarse en un río donde hay pirañas no es aconsejable si estás con la menstruación, ya que pueden oler la sangre desde mucha distancia. Si tienes alguna herida abierta, tampoco. No es que vayan a acudir hacia ti en masa para devorarte y dejarte en los huesos, pero sí puedes tener algún incidente desagradable.

Eso me recuerda a otro simpático habitante de los ríos amazónicos, el candirú, un parásito que se siente atraído por la orina. Si alguien decide utilizar el río como baño auxiliar, el candirú se introducirá por la uretra y… Bueno, la única manera de sacarlo es con cirugía. Así que, lección número cinco de supervivencia en la selva: no orinar en el río y no meterse en el agua si se tiene la regla. No es que bajarse los pantalones en mitad de la selva sea una opción muy apetecible (doy fe), pero siempre será preferible a lo del candirú.

lunes, 10 de marzo de 2014

Mi linterna, yo y otros bichos del montón



Un escarabajo gigante
Que la luz atrae a la mayoría de los insectos es algo sabido por todos; que en el Amazonas los insectos son muchos y muy grandes también. Bien, pues si unimos estos dos factores, el resultado podría ser algo titulado como "Mi linterna, yo y otros bichos del montón". 
La primera noche que salimos de excursión por la selva llevaba yo mi frontal comprado en una tienda de chinos, que no iluminaba nada de nada, pero aún así todo tipo de insectos empezaron a estrellarse contra él. Ante la aparente probabilidad de que mi cara pasara a ser causa de tropiezo y desconcierto de todos los insectos del Amazonas, decidí quitarme el frontal y llevarlo en la mano. Esto solo trasladó el problema de sitio, y en una de esas un enorme IVNI (insecto volador no identificado), como ya os conté, se introdujo por la manga de mi impermeable, subió hasta mi cuello y allí se metió directamente dentro de mi camiseta, tras lo cual se puso a revolotear por todo mi cuerpo. Nunca me había visto en una parecida, pero dispuesta a no dejarme llevar por la imaginación sobre lo que me recorría la espalda ni tampoco por el pánico, me retorcí cual contorsionista hasta aplastar al insecto contra mi brazo, pobrecito. El resto de bichos siguió revoloteando a mi alrededor, pero ninguno volvió a meterse dentro de mi ropa. Sí se me subieron varias cucarachas por las piernas, pero en ese momento yo estaba demasiado entretenida observando cómo una enorme araña se comía a una compatriota suya.
Araña comiéndose a una cucaracha
Y eso que las cucarachas y yo nunca nos hemos llevado demasiado bien. Es el único bicho que me daba asco antes de ir a la selva. Y digo antes, porque ahora me río de las que me encuentro en los baños de los bares, aquí en Madrid. Son tan canijas, las pobres. Y ni siquiera saben volar.
Las del Amazonas, ¡esas sí son cucarachas como dios manda! En una de estas conversaciones informales que teníamos de cuando en cuando, nos contaron que a un chaval de un curso anterior se le metió en el oído una que iba volando a toda velocidad y se le incrustó con tal fuerza y era tan grande que tuvieron que sacársela con pinzas. A partir de esa bonita anécdota, la capucha pasó a ser un elemento imprescindible en mi vestuario. Lo que me lleva a la lección número cuatro de supervivencia en la selva: cúbrete todo lo que puedas para evitar picaduras y situaciones desagradables con los insectos. Aunque te mueras de calor. Lo agradecerás, te lo aseguro. Y, repito, llévate una mosquitera. No solo porque evite que te piquen los mosquitos cuando duermes, cosa obvia, sino porque también impide que amanezcas con una cucaracha sobre la cara, como le pasó a un compañero.
Tengo que confesar que varias veces me sentí en el Amazonas como si estuviera en el País de los Gigantes de Gulliver. Estoy acostumbrada a que los insectos sean pequeños, es lo que tiene vivir en Madrid. Así que cuando me tropecé con el padre de todos los grillos (en aquel momento me pareció un grillo, luego he sabido que se trataba de un weta), más largo que mi mano y de cuatro dedos de altura, no pude menos que sorprenderme y esperar que no le diera por saltar de la hoja en la que estaba posado. Entonces yo no lo sabía, pero los machos son agresivos y pueden atacar con sus patas, recubiertas de espinas. También nos encontramos con el padre de todos los escarabajos y, en general, con los padres y madres de todos los insectos conocidos y desconocidos. 

La hormiga bala o isula
La que no es muy grande, apenas del tamaño de una uña, es la hormiga Isula, también conocida como hormiga bala. Pero su picadura (no mordedura, sino picadura, con un agijón que tiene en la parte posterior de su cuerpo) es muy dolorosa, hasta 30 veces más que la de una avispa. Provoca fiebres altísimas, por eso es importante distinguirla de las demás y tener cuidado con ella. Es totalmente negra y su "culo" es alargado. Existen rituales entre algunas tribus indígenas que consisten en llenarse la mano de isulas y aguantar sus picaduras durante 10 minutos. Es un rito que marca el paso entre la niñez y la edad adulta.


Otro de los insectos que pudimos observar fue una mantis religiosa de considerable tamaño. Estábamos cenando en el comedor y allí estaba ella, en una viga de madera, realizando una danza muy curiosa. Se balanceaba de un lado a otro para cazar mosquitos, con las patas delanteras juntas, lo que le daba la apariencia de una beata rezando. Por eso en algunas regiones se le llama también "santateresa". Este curioso insecto no es venenoso, aunque creo que a los machos, como es bien sabido, no les gusta demasiado el carácter que tienen sus hembras, sobre todo después de hacer el amor. Así que, chicos, no os quejéis… Ya veis que podría ser peor. 

 

jueves, 6 de marzo de 2014

Gotas de agua voladoras


Perú es el 2º país del mundo con mayor diversidad de aves
Los sonidos de la selva son innumerables; nunca hay silencio. Sus habitantes alzan su voz, de noche o de día, sobre las copas de los árboles: desde las chicharras hasta los monos, los tucanes o los guacamayos. También, a veces, se escucha el estruendo lejano de un árbol que cae; el rumor del río o de la lluvia.
Todos los ruidos tuvieron para mí, desde el principio, algo mágico y sobrenatural. Pero, entre ellos, me tenía especialmente enamorada la gota de agua de las oropéndolas, un pájaro negro y amarillo que anidaba en un árbol junto al río Yanayacu. No solo sus nidos, que cuelgan de las ramas, tienen forma de gota, sino que el canto de los machos imita a la perfección el sonido de una gota que cae. Es un sonido líquido, musical, hipnótico; Es como si a un enorme reloj de arena le hubieran sustituido los granos de tierra por gotas de agua. 
Hay diferentes tipos de oropéndolas, y no todas tienen ese canto, pero las que había en la estación biológica de Yanayacu eran, precisamente, esta especie particular. Las oropéndolas son polígamas, y en aquel árbol debía de haber una decena de ejemplares nada más. Compartían espacio con los caciques, un ave algo menor y cuyos nidos son más redondeados y pequeños, y que siempre se instalan donde hay oropéndolas. Aún se desconoce qué beneficios les aporta compartir comunidad, aunque seguramente sea por defenderse de los intrusos de manera más eficaz.
Había una veintenta de nidos de caciques y una cincuentena de oropéndolas, pero no todos estaban habitados. Es un truco para la supervivencia: construyen nidos falsos para confundir a los depredadores.

Uno de los colibrís que atrapamos con las redes de niebla
Otro pájaro maravilloso es el colibrí. Hasta entonces, nunca había tenido la oportunidad de tener uno en mis manos. Cogimos varios en las redes de niebla, con el fin de estudiarlos y clasificarlos. Es impresionante ver de cerca a este pequeño pájaro de pico largo y curvado y una lengua infinita que les permite recolectar el néctar de las flores. Puede mover las alas a una velocidad de más de cien veces por segundo y es el único ave capaz de volar hacia atrás. Debido a esto, consume muchísima energía y no es un pájaro al que se pueda retener mucho tiempo para estudiarlo; si derrocha todas sus fuerzas intentando escapar, no le quedarán las suficientes una vez liberado para ir a buscar alimento. Por ello, a veces hay que darle agua con azúcar, con el fin de que mantenga la energía necesaria.
Hay que tener mucho cuidado a la hora de manipular aves: tienen los huesos huecos, lo que les permite volar, pero también los hace frágiles. Por ello nunca hay que cogerlos con guantes. La pérdida de sensibilidad en las manos que producen los guantes puede hacer que uno apriete con demasiada fuerza al ave y la lesione.
Una de las actividades que realizamos el primer día, antes de capturar aves en las redes de niebla, fue dar un paseo por el río en una pequeña embarcación. La idea era observar diferentes tipos de pájaros. Vimos garrapateros, muchos catalanes (que nadie se sienta aludido, así llaman allí al martín pescador), mamaviejas y garzas blancas, entre muchas otras aves amazónicas. Cada año se descubren nuevos tipos de pájaros, tan extensa y variada es la fauna en la región (Perú es el segundo país del mundo en diversidad de aves). Un dato curioso sobre las garzas, también presentes en Europa, es que es un animal con el que no hay que meterse. Si se sienten agredidas, tienden a atacar directamente a los ojos con su largo pico. Pueden atravesar el globo ocular hasta llegar al cerebro y producir la muerte. Así que si os encontráis una garza… No la molestéis.
A no ser que queráis hacer un encantamiento de amor. Según una leyenda amazónica, la tanrilla, una garza pequeña, tiene en sus largas patitas la fórmula mágica para hacer que esa persona por la que suspiras se enamore de ti. El chamán encargado de elaborar el filtro de amor deberá cazarla y extraer los huesos de sus patas. Después, deberás observar a través de ellos, como si fuera un catalejo, a la persona objeto de tu amor. Al cabo de pocos días caerá rendido a tus pies. Eso sí, él o ella no debe darse cuenta de que es observado o el hechizo no funcionará... Este tipo de mitos o creencias, a pesar de tener su encanto, han provocado la caza masiva de estos animales.
Al que nos quedamos con ganas de ver fue al tucán. En una de nuestras salidas por el bosque escuchamos su canto (como el ladrido de un perro pequeño) pero, aunque lo perseguimos, no fuimos capaces de avistarlo. Una pena, sin duda.

lunes, 3 de marzo de 2014

Pequeñito pero matón




Sé que algunos os habéis quedado con ganas de serpientes y acción, después de la última entrada del blog. Sin embargo, lo bueno se hace esperar. Adelanto que no luché cuerpo a cuerpo con ninguna anaconda ni acabé en el hospital por una mordedura venenosa de la que me recuperé milagrosamente. Así que no esperéis aventuras a lo Indiana Jones, pero sí habrá serpientes más adelante.
Hoy os voy a hablar de un animalito más pequeño y menos espectacular, pero bastante más molesto, y omnipresente en la selva: el mosquito. Oooh, qué poco emocionante, ¿verdad? Pues no. El mosquito es uno de los animales más peligrosos, porque transmite todo tipo de enfermedades, algunas de las cuales pueden ser mortales, como la malaria o el dengue.
Por suerte, el mosquito que transmite la malaria (el anopheles) solo está activo entre las cinco y las seis de la mañana y entre las cinco y las siete de la tarde, por lo que es a estas horas cuando hay que tener más precaución con las picaduras. El mosquito que transmite el dengue (aedes) está activo a media mañana y poco antes del anochecer.
Pero, más que la malaria o el dengue, me llamó la atención la leishmaniosis, una enfermedad menos conocida. A mí me sonaba solamente por las advertencias que me hacía el veterinario por mi perro, pero resulta que el mosquito también puede contagiar a los humanos. La leishmaniosis no es mortal para nosotros, pero es un parásito que se va comiendo tu piel y, si no te das cuenta a tiempo, puede acarrear graves complicaciones. Tiene un periodo de incubación que puede ir desde varios días a meses, por lo que uno ya se ha olvidado de que estuvo en una zona de riesgo cuando se manifiesta. Por cierto, hace unos días me salió un granito que me pica… :-S

Otra de las cosas que te puede transmitir un mosquito es la larva de una mosca, la Dermatobia hominis. No es peligroso, pero sí asqueroso. Cuando el mosquito te pica, las huevas que porta eclosionan y las larvas intentan introducirse bajo la piel, ya sea por un folículo piloso o por el mismo agujero de la picadura. Una vez conseguido, la larva empieza a crecer, alimentándose de ti. El aspecto es el de un granito abultado que supura, ya que está abierto para que la larva pueda respirar. A uno de nuestro profesores se le instaló este incómodo huésped en el brazo y aguantó varias semanas con él bajo la piel (como buen biólogo). Nada mejor que una experiencia empírica para conocer el tema, desde luego... Mientras abría el grano con dos dedos, nos enseñó la cabecita de la larva, una cosita blanca que aparecía y desaparecía.  Por lo visto, cuando más molesta es por la noche, que tú duermes y sientes cómo el gusanito se mueve y come (te come). Si dejas que pasen las semanas de incubación, acaba por salir y no hay más complicaciones. Pero si no tienes estómago, lo mejor es quitárselo antes...
La primera noche que salimos en la selva (esta vez sí) a poner trampas para micromamíferos solo me había echado antimosquitos por las zonas que no llevaba cubiertas por ropa. Ingenua de mí, pensé que no atravesarían la camiseta ni los pantalones. Resultado: 4.359.395  picaduras de mosquitos. La primera noche resistí a rascarme, mientras me embadurnaba de after bite de arriba abajo. Los demás días… Bueno, digamos que el mantra “no hay picor” no surtió efecto.
Por cierto, que al principio también pensé que el antimosquitos no olía nada mal, parecía una colonia. El último, hubiera preferido echarme por encima las aguas fecales de la comunidad más cercana…
Los mosquitos son taaaaaan majos, que buscan cualquier rincón de tu cuerpo susceptible de ser picado. Y cuando digo cualquiera, quiero decir CUALQUIERA. Sé de alguno al que le picaron al ir al baño, no voy a decir dónde, y a mí decidieron atacarme en el único lugar del cuerpo donde no me había echado el apestoso mejunje: en los párpados. Primero uno y luego el otro, en la misma tarde. Vamos, que Mosquito 1 probó el primero y el capullo fue a dar aviso a los demás de que el otro estaba disponible, porque, si no, no me lo explico. Los párpados se me hincharon cual balones de fútbol y estuve cuatro días tomando antihistamínicos y antiinflamatorios hasta que dejé de parecer un sapo.
Mis ojos, después de las picaduras

Pero, antes de eso, y como el segundo día me había levantado con los párpados aún más hinchados, me fui a la ciudad con el fin de encontrar una farmacia donde me recetaran algo. Tengo que decir que cuando me quité las gafas de sol la dependienta se asustó un poco. Le pedí una crema, ungüento o similar para la inflamación que, por favor, ME PUDIERA ECHAR EN LOS PÁRPADOS y no me afectara a los ojos, y la buena mujer me dio una crema maravillosa… En cuyo prospecto decía: no aplicar en la cara. Aún no tengo claro si pensaba que los párpados no forman parte de la cara o si estaba tan deformada que mis ojos se me habían salido del rostro. Por suerte, esa buena costumbre de leer los prospectos me evitó complicaciones mayores…
En fin, después de la entrada de hoy, solo me queda daros la lección número tres de supervivencia en la selva, que engloba varios consejos:
1.- Llévate una mosquitera; 2.- Échate antimosquitos por todas partes, lleves ropa o no. Incluye los párpados, aunque con precaución;  3.- No escatimes en loción antimosquitos, llévate tres o cuatro botes; 4.- Eso que pone en el bote de que no es necesario que te apliques varias veces es mentira; 5.- Aun así te picarán mosquitos, y muchos, así que llévate algo que te alivie el picor. El aloe vera es una buena opción.
Como curiosidad cuento que restregarse termitas por el cuerpo es un buen método para evitar las picaduras de mosquitos. Lo probé... y funciona. Lástima que no haya siempre un termitero a mano.

viernes, 28 de febrero de 2014

Herpeto... ¿qué?


Yo estaba allí, en pleno Amazonas peruano, porque me había apuntado a un curso. Un curso para aprender sobre fauna. Y como yo o hago las cosas a lo grande o no las hago, me fui a aprender sobre fauna al Amazonas. Así, con un par.
El programa contaba con distintas salidas para buscar animales, observarlos y catalogarlos. Una de las primeras excursiones programadas era de herpetología, palabro que a mí, que no soy bióloga ni veterinaria ni nada que se le parezca, no me decía nada de nada. En resumen, se trataba de buscar anfibios y reptiles.
Yo ya llevaba todo el día con la mosca detrás de la oreja con el tema de las serpientes, en concreto con el tema de las serpientes venenosas. Nunca he tenido problemas con ellas. Me gusta verlas y cogerlas, de forma controlada, claro. Pero la posibilidad de pisar una ya no me hacía tanta gracia. Días después me di cuenta de que no es tan fácil encontrarse con una serpiente venenosa y mucho menos que se vea amenazada como para atacar, pero en aquel momento mi instinto de supervivencia me tenía acongojadita perdida.
Así que, como periodista que soy, mientras nos preparábamos para la salida decidí hacer la pregunta clave: Y, ¿qué hago si me encuentro con una serpiente?
Respuesta: “Bueno, teniendo en cuenta que las serpientes venenosas tienen colmillos de cinco centímetros de longitud y, por consiguiente, las botas que agua que llevas no te servirían de nada, y que no tenemos antiofídicos porque han de estar refrigerados y aquí no tenemos electricidad…” Un momento; creía que había preguntado qué hacer si me encuentro una serpiente, no qué pasaría si se abalanzara sobre mí una de las chungas. Está bien, no sigas: me ha quedado claro.
Por tanto, como buena agnóstica, me puse a rezar a todos los dioses que conocía rogándoles que cayera un rayo fulminante sobre las cabañas o trajeran alguna catástrofe que evitara la excursioncita de marras. Y tengo que decir que aquella primera noche alguno de ellos escuchó mis súplicas: nada más salir, empezó a llover como si no hubiera mañana y nos tuvimos que dar media vuelta. Más que nada por el viento: resulta que el mayor número de accidentes en la jungla se da por caídas de árboles. Ya ves tú, nunca me lo hubiera imaginado. Eso me lleva a la lección número dos de supervivencia en la jungla: si escuchas un “ñak, ñak” en medio del bosque, más te vale adivinar rápidamente cuál de los cientos de árboles que te rodean es el que se está rompiendo, deducir hacia dónde va a caer y salir corriendo en dirección contraria, porque si no, chof. Súper fácil, vamos. Un par de semanas más y lo tengo controlado…
Y, ¿por qué se caen los árboles? En la mayoría de los casos, porque han crecido tanto que las raíces ya no pueden con su peso. Y el viento se encarga de hacer el resto. Algo, que, sin embargo, deja paso de nuevo a la vida: las semillas inactivas que estaban esperando en el suelo a tener algo de luz se ven por fin recompensadas… Y empiezan a crecer.
Ver llover en la selva es impresionante. Así que me quedé un rato en una de las hamacas del logde, mientras lamentaba amargamente junto con mis compañeros la cancelación de la salida nocturna y por dentro daba gracias en todos los dialectos posibles a la bendita lluvia y al bendito viento, fuente de vida.

miércoles, 26 de febrero de 2014

Aguas blancas vs. aguas negras



Río Amazonas. Al fondo, Iquitos
Iquitos es la ciudad más poblada del mundo que no cuenta con acceso terrestre. Solo se puede llegar por vía fluvial o por avión. Y desde allí a la estación biológica a orillas del Río Yanayacu, donde íbamos a alojarnos durante los primeros días, solo hay una manera de ir: navegar en barco hora y media. Así que allá fuimos, remontando el río Amazonas.
A medio camino nos detuvimos para avistar delfines rosados o búfeos colorados, una de las pocas especies de este cetáceo que vive en agua dulce. La primera cosa que, en mi ignorancia, me sorprendió fue saber que a los delfines les encanta el jaleo. Así que si quieres que se acerquen, lo mejor es ponerte a bailar claqué sobre la cubierta del barco. A ser posible sin caerte al agua, ya que los delfines rosados desarrollan esa pigmentación cuando están en celo :) Según nos contaron, es un mecanismo parecido al que provoca el sonrojo en los humanos. 
Es, sin duda, un animal mágico y así lo consideran en la Amazonia. Existe una leyenda que afirma que, en ocasiones, el delfín rosado se convierte en un atractivo gringo que encanta a las muchachas, seduciéndolas contra su voluntad. Por eso aún se puede ver a mujeres que lavan la ropa de espaldas al río, para evitar la mirada del delfín… Ante esta historia, solo puedo quitarme el sombrero y felicitar a la mente espabilada que ingenió tal ocurrencia para que su marido se pusiera a maldecir delfines en vez de investigar otras posibilidades. Bromas aparte, lo que no me gusta tanto es que, actualmente, sea una especie en peligro de extinción, debido sobre todo a la destrucción de su hábitat.
No pude verlos tan de cerca como para tener un documento gráfico propio que merezca la pena, pero os dejo este que está en youtube, para que apreciéis toda su belleza:

Estos delfines se suelen ver tanto en aguas blancas, como es el caso del río Amazonas, como en aguas negras, del tipo del río Yanayacu. Y, ¿cuál es la diferencia? Reconozco que nunca se me había ocurrido pensar en esos pequeños detalles sobre la coloración y composición de los ríos hasta que vi cómo, al desembocar el Yanayacu en el Amazonas, las dos aguas parecían repelerse. Una imagen curiosa, cuanto menos, ver esas volutas negras resistiéndose a perder su identidad. 
Las aguas negras suelen ser transparentes, pero son muy oscuras debido al lavado de los taninos producidos por las hojas en descomposición de la vegetación. Por el contrario, las aguas blancas (su color, en realidad, es café con leche) arrastra sedimentos arcillosos y son pobres en minerales.
Aquí obtuve la lección número uno de supervivencia en la selva: si estás muriéndote de sed, no se te ocurra beber de un río de aguas negras. Demasiado ácido. Del de aguas blancas tampoco, pero si hay que elegir, mejor este último. Y si no, siempre nos quedará el agua de lluvia… O los ríos de aguas claras, un tercer tipo que, no obstante, se da menos en los bosques lluviosos del trópico. A diferenciarlos toca.
Río Yanayacu, aguas negras

martes, 25 de febrero de 2014

El corazón de las tinieblas



Tengo que confesarlo: tras cuatro días en el Amazonas, lo primero que me vino a la mente fue que por fin entendía en toda su magnitud el ambiente opresivo de El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad. Vale que él hablaba de la selva africana y yo estaba en el Amazonas peruano, pero la cosa se me antojó harto parecida. Y eso que no me había internado más que unos pocos kilómetros.
Había ido allí buscando la paz de la naturaleza, un no-sé-qué que me alejara de la jungla de Madrid y fuera capaz de sacudirme la apatía que últimamente me consumía. “Estoy deseando ir, aunque me aten boca abajo en un árbol sobre un nido de tarántulas”. Eso fue lo que le dije a una amiga poco antes de partir. Y, vaya, que no hizo falta lo de las tarántulas para despertarme de golpe. 



La primera impresión que tuve de la selva es que era oscura y hostil. Mía es la culpa, lo reconozco, al haber idealizado cualquier cosa relacionada con la naturaleza con corazoncitos y algodones de azúcar. Los primeros días me los tiré temiendo pisar a cada instante una serpiente venenosa e intentando distinguirlas de las ramas tortuosas, de las camas de hojas de colores, de las lianas, de cualquier cosa, vaya… Empresa bastante inútil, por otro lado, porque ya tenía suficiente con intentar andar sin tropezarme permanentemente y sin que mis botas de agua se quedaran enganchadas para siempre en el fango como para fijarme en si había o no había serpientes en mi camino.  A ver, que quede claro que no soy la típica que no ha salido de la ciudad en su vida; por el contrario, me encantan la montaña y el senderismo, los animales y la naturaleza. Así que pensé que la selva sería lo mío, ¿por qué no? Cierto es que no pensé demasiado en las cucarachas de tamaño gigante que estaban esperándome, ni en las hordas de mosquitos, ni tampoco en el insecto volador no identificado que decidió meterse dentro de mi camiseta en mi primera excursión nocturna en la selva y que estuvo (el pobre) revoloteando por todo mi cuerpo hasta que lo aplasté contra mi brazo izquierdo. Eso después de realizar varios bailes agitados que bien podrían haber pasado por una danza indígena (pero sin gritos, eso sí, que yo de histérica no tengo nada). Una vez en la cabaña en la que dormía, le pedí a mi compañera de habitación que me quitara la camiseta y el bicho todo junto, al no querer saber qué tipo de animalito de Dios había perdido la vida por mi culpa. 
Pero todo eso fue al principio. Al cabo de unos cuantos días empecé a cogerle el gusto a la cosa y a darme cuenta de que mi cuerpo es una máquina perfecta capaz de sobrevivir a beber agua no tratada o a comer pescado en mercados infectos, en contra de todas las recomendaciones para turistas del Centro de Vacunaciones Internacional.
Así que me he decidido a compartir con vosotros las experiencias que viví durante esos quince días en la selva amazónica peruana y los de algún otro viaje pasado o futuro. Que, luego, nadie diga que no se lo advertí ;)

"Remontar aquel río era regresar a los más tempranos orígenes del mundo, cuando la vegetación se agolpaba sobre la tierra y los grandes árboles eran los reyes. Un arroyo seco, un gran silencio, un bosque impenetrable. El aire era cálido, espeso, pesado, perezoso. No había júbilo alguno en la brillantez de la luz del sol. Los largos tramos del canal fluían desiertos hacia las distancias en penumbra. [...] Se podía perder uno en aquel río tan fácilmente como en un desierto y tropezarse durante todo el día con bancos de arena, tratando de dar con el canal, hasta que se creía uno hechizado y aislado para siempre de todo lo que se había conocido antes, en algún lugar, muy lejos, en otra existencia tal vez." 
El corazón de las tinieblas, Joseph Conrad