Tengo que confesarlo: tras cuatro
días en el Amazonas, lo primero que me vino a la mente fue que por fin
entendía en toda su magnitud el ambiente opresivo de El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad. Vale que él hablaba de la selva africana y yo estaba en el Amazonas peruano, pero la cosa se me antojó harto parecida. Y eso que no me había internado más que unos pocos kilómetros.
Había ido allí buscando la paz de la naturaleza, un no-sé-qué que me alejara de la jungla de Madrid y fuera capaz de sacudirme la apatía que últimamente me consumía. “Estoy deseando ir, aunque me aten boca abajo en un árbol sobre un nido de tarántulas”.
Eso fue lo que le dije a una amiga poco antes de partir. Y, vaya, que no hizo falta lo de las tarántulas para despertarme de golpe.
La primera impresión que tuve de la selva es que era oscura y hostil. Mía es la culpa, lo reconozco, al haber idealizado cualquier cosa relacionada con la naturaleza con corazoncitos y algodones de azúcar. Los primeros días me los tiré temiendo pisar a cada instante una serpiente venenosa e intentando distinguirlas de las ramas tortuosas, de las camas de hojas de colores, de las lianas, de cualquier cosa, vaya… Empresa bastante inútil, por otro lado, porque ya tenía suficiente con intentar andar sin tropezarme permanentemente y sin que mis botas de agua se quedaran enganchadas para siempre en el fango como para fijarme en si había o no había serpientes en mi camino. A ver, que quede claro que no soy la típica que no ha salido de la ciudad en su vida; por el contrario, me encantan la montaña y el senderismo, los animales y la naturaleza. Así que pensé que la selva sería lo mío, ¿por qué no? Cierto es que no pensé demasiado en las cucarachas de tamaño gigante que estaban esperándome, ni en las hordas de mosquitos, ni tampoco en el insecto volador no identificado que decidió meterse dentro de mi camiseta en mi primera excursión nocturna en la selva y que estuvo (el pobre) revoloteando por todo mi cuerpo hasta que lo aplasté contra mi brazo izquierdo. Eso después de realizar varios bailes agitados que bien podrían haber pasado por una danza indígena (pero sin gritos, eso sí, que yo de histérica no tengo nada). Una vez en la cabaña en la que dormía, le pedí a mi compañera de habitación que me quitara la camiseta y el bicho todo junto, al no querer saber qué tipo de animalito de Dios había perdido la vida por mi culpa.
La primera impresión que tuve de la selva es que era oscura y hostil. Mía es la culpa, lo reconozco, al haber idealizado cualquier cosa relacionada con la naturaleza con corazoncitos y algodones de azúcar. Los primeros días me los tiré temiendo pisar a cada instante una serpiente venenosa e intentando distinguirlas de las ramas tortuosas, de las camas de hojas de colores, de las lianas, de cualquier cosa, vaya… Empresa bastante inútil, por otro lado, porque ya tenía suficiente con intentar andar sin tropezarme permanentemente y sin que mis botas de agua se quedaran enganchadas para siempre en el fango como para fijarme en si había o no había serpientes en mi camino. A ver, que quede claro que no soy la típica que no ha salido de la ciudad en su vida; por el contrario, me encantan la montaña y el senderismo, los animales y la naturaleza. Así que pensé que la selva sería lo mío, ¿por qué no? Cierto es que no pensé demasiado en las cucarachas de tamaño gigante que estaban esperándome, ni en las hordas de mosquitos, ni tampoco en el insecto volador no identificado que decidió meterse dentro de mi camiseta en mi primera excursión nocturna en la selva y que estuvo (el pobre) revoloteando por todo mi cuerpo hasta que lo aplasté contra mi brazo izquierdo. Eso después de realizar varios bailes agitados que bien podrían haber pasado por una danza indígena (pero sin gritos, eso sí, que yo de histérica no tengo nada). Una vez en la cabaña en la que dormía, le pedí a mi compañera de habitación que me quitara la camiseta y el bicho todo junto, al no querer saber qué tipo de animalito de Dios había perdido la vida por mi culpa.
Pero todo eso fue al principio. Al cabo de unos cuantos días empecé a cogerle el gusto a la cosa y a darme cuenta de que mi cuerpo es una máquina perfecta capaz de sobrevivir a beber agua no tratada o a comer pescado en mercados infectos, en contra de todas las recomendaciones para turistas del Centro de Vacunaciones Internacional.
Así que me he decidido a compartir con vosotros las experiencias que viví durante esos quince días en la selva amazónica peruana y los de algún otro viaje pasado o futuro. Que, luego, nadie diga que no se lo advertí ;)
"Remontar aquel río era regresar a los más tempranos orígenes del mundo, cuando la vegetación se agolpaba sobre la tierra y los grandes árboles eran los reyes. Un arroyo seco, un gran silencio, un bosque impenetrable. El aire era cálido, espeso, pesado, perezoso. No había júbilo alguno en la brillantez de la luz del sol. Los largos tramos del canal fluían desiertos hacia las distancias en penumbra. [...] Se podía perder uno en aquel río tan fácilmente como en un desierto y tropezarse durante todo el día con bancos de arena, tratando de dar con el canal, hasta que se creía uno hechizado y aislado para siempre de todo lo que se había conocido antes, en algún lugar, muy lejos, en otra existencia tal vez."
El corazón de las tinieblas, Joseph Conrad
Gracias Aran, no sabes lo que deseaba algo como esto!!!
ResponderEliminarQué bien, me alegro mucho de que te guste!!! :D
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