viernes, 28 de febrero de 2014

Herpeto... ¿qué?


Yo estaba allí, en pleno Amazonas peruano, porque me había apuntado a un curso. Un curso para aprender sobre fauna. Y como yo o hago las cosas a lo grande o no las hago, me fui a aprender sobre fauna al Amazonas. Así, con un par.
El programa contaba con distintas salidas para buscar animales, observarlos y catalogarlos. Una de las primeras excursiones programadas era de herpetología, palabro que a mí, que no soy bióloga ni veterinaria ni nada que se le parezca, no me decía nada de nada. En resumen, se trataba de buscar anfibios y reptiles.
Yo ya llevaba todo el día con la mosca detrás de la oreja con el tema de las serpientes, en concreto con el tema de las serpientes venenosas. Nunca he tenido problemas con ellas. Me gusta verlas y cogerlas, de forma controlada, claro. Pero la posibilidad de pisar una ya no me hacía tanta gracia. Días después me di cuenta de que no es tan fácil encontrarse con una serpiente venenosa y mucho menos que se vea amenazada como para atacar, pero en aquel momento mi instinto de supervivencia me tenía acongojadita perdida.
Así que, como periodista que soy, mientras nos preparábamos para la salida decidí hacer la pregunta clave: Y, ¿qué hago si me encuentro con una serpiente?
Respuesta: “Bueno, teniendo en cuenta que las serpientes venenosas tienen colmillos de cinco centímetros de longitud y, por consiguiente, las botas que agua que llevas no te servirían de nada, y que no tenemos antiofídicos porque han de estar refrigerados y aquí no tenemos electricidad…” Un momento; creía que había preguntado qué hacer si me encuentro una serpiente, no qué pasaría si se abalanzara sobre mí una de las chungas. Está bien, no sigas: me ha quedado claro.
Por tanto, como buena agnóstica, me puse a rezar a todos los dioses que conocía rogándoles que cayera un rayo fulminante sobre las cabañas o trajeran alguna catástrofe que evitara la excursioncita de marras. Y tengo que decir que aquella primera noche alguno de ellos escuchó mis súplicas: nada más salir, empezó a llover como si no hubiera mañana y nos tuvimos que dar media vuelta. Más que nada por el viento: resulta que el mayor número de accidentes en la jungla se da por caídas de árboles. Ya ves tú, nunca me lo hubiera imaginado. Eso me lleva a la lección número dos de supervivencia en la jungla: si escuchas un “ñak, ñak” en medio del bosque, más te vale adivinar rápidamente cuál de los cientos de árboles que te rodean es el que se está rompiendo, deducir hacia dónde va a caer y salir corriendo en dirección contraria, porque si no, chof. Súper fácil, vamos. Un par de semanas más y lo tengo controlado…
Y, ¿por qué se caen los árboles? En la mayoría de los casos, porque han crecido tanto que las raíces ya no pueden con su peso. Y el viento se encarga de hacer el resto. Algo, que, sin embargo, deja paso de nuevo a la vida: las semillas inactivas que estaban esperando en el suelo a tener algo de luz se ven por fin recompensadas… Y empiezan a crecer.
Ver llover en la selva es impresionante. Así que me quedé un rato en una de las hamacas del logde, mientras lamentaba amargamente junto con mis compañeros la cancelación de la salida nocturna y por dentro daba gracias en todos los dialectos posibles a la bendita lluvia y al bendito viento, fuente de vida.

miércoles, 26 de febrero de 2014

Aguas blancas vs. aguas negras



Río Amazonas. Al fondo, Iquitos
Iquitos es la ciudad más poblada del mundo que no cuenta con acceso terrestre. Solo se puede llegar por vía fluvial o por avión. Y desde allí a la estación biológica a orillas del Río Yanayacu, donde íbamos a alojarnos durante los primeros días, solo hay una manera de ir: navegar en barco hora y media. Así que allá fuimos, remontando el río Amazonas.
A medio camino nos detuvimos para avistar delfines rosados o búfeos colorados, una de las pocas especies de este cetáceo que vive en agua dulce. La primera cosa que, en mi ignorancia, me sorprendió fue saber que a los delfines les encanta el jaleo. Así que si quieres que se acerquen, lo mejor es ponerte a bailar claqué sobre la cubierta del barco. A ser posible sin caerte al agua, ya que los delfines rosados desarrollan esa pigmentación cuando están en celo :) Según nos contaron, es un mecanismo parecido al que provoca el sonrojo en los humanos. 
Es, sin duda, un animal mágico y así lo consideran en la Amazonia. Existe una leyenda que afirma que, en ocasiones, el delfín rosado se convierte en un atractivo gringo que encanta a las muchachas, seduciéndolas contra su voluntad. Por eso aún se puede ver a mujeres que lavan la ropa de espaldas al río, para evitar la mirada del delfín… Ante esta historia, solo puedo quitarme el sombrero y felicitar a la mente espabilada que ingenió tal ocurrencia para que su marido se pusiera a maldecir delfines en vez de investigar otras posibilidades. Bromas aparte, lo que no me gusta tanto es que, actualmente, sea una especie en peligro de extinción, debido sobre todo a la destrucción de su hábitat.
No pude verlos tan de cerca como para tener un documento gráfico propio que merezca la pena, pero os dejo este que está en youtube, para que apreciéis toda su belleza:

Estos delfines se suelen ver tanto en aguas blancas, como es el caso del río Amazonas, como en aguas negras, del tipo del río Yanayacu. Y, ¿cuál es la diferencia? Reconozco que nunca se me había ocurrido pensar en esos pequeños detalles sobre la coloración y composición de los ríos hasta que vi cómo, al desembocar el Yanayacu en el Amazonas, las dos aguas parecían repelerse. Una imagen curiosa, cuanto menos, ver esas volutas negras resistiéndose a perder su identidad. 
Las aguas negras suelen ser transparentes, pero son muy oscuras debido al lavado de los taninos producidos por las hojas en descomposición de la vegetación. Por el contrario, las aguas blancas (su color, en realidad, es café con leche) arrastra sedimentos arcillosos y son pobres en minerales.
Aquí obtuve la lección número uno de supervivencia en la selva: si estás muriéndote de sed, no se te ocurra beber de un río de aguas negras. Demasiado ácido. Del de aguas blancas tampoco, pero si hay que elegir, mejor este último. Y si no, siempre nos quedará el agua de lluvia… O los ríos de aguas claras, un tercer tipo que, no obstante, se da menos en los bosques lluviosos del trópico. A diferenciarlos toca.
Río Yanayacu, aguas negras

martes, 25 de febrero de 2014

El corazón de las tinieblas



Tengo que confesarlo: tras cuatro días en el Amazonas, lo primero que me vino a la mente fue que por fin entendía en toda su magnitud el ambiente opresivo de El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad. Vale que él hablaba de la selva africana y yo estaba en el Amazonas peruano, pero la cosa se me antojó harto parecida. Y eso que no me había internado más que unos pocos kilómetros.
Había ido allí buscando la paz de la naturaleza, un no-sé-qué que me alejara de la jungla de Madrid y fuera capaz de sacudirme la apatía que últimamente me consumía. “Estoy deseando ir, aunque me aten boca abajo en un árbol sobre un nido de tarántulas”. Eso fue lo que le dije a una amiga poco antes de partir. Y, vaya, que no hizo falta lo de las tarántulas para despertarme de golpe. 



La primera impresión que tuve de la selva es que era oscura y hostil. Mía es la culpa, lo reconozco, al haber idealizado cualquier cosa relacionada con la naturaleza con corazoncitos y algodones de azúcar. Los primeros días me los tiré temiendo pisar a cada instante una serpiente venenosa e intentando distinguirlas de las ramas tortuosas, de las camas de hojas de colores, de las lianas, de cualquier cosa, vaya… Empresa bastante inútil, por otro lado, porque ya tenía suficiente con intentar andar sin tropezarme permanentemente y sin que mis botas de agua se quedaran enganchadas para siempre en el fango como para fijarme en si había o no había serpientes en mi camino.  A ver, que quede claro que no soy la típica que no ha salido de la ciudad en su vida; por el contrario, me encantan la montaña y el senderismo, los animales y la naturaleza. Así que pensé que la selva sería lo mío, ¿por qué no? Cierto es que no pensé demasiado en las cucarachas de tamaño gigante que estaban esperándome, ni en las hordas de mosquitos, ni tampoco en el insecto volador no identificado que decidió meterse dentro de mi camiseta en mi primera excursión nocturna en la selva y que estuvo (el pobre) revoloteando por todo mi cuerpo hasta que lo aplasté contra mi brazo izquierdo. Eso después de realizar varios bailes agitados que bien podrían haber pasado por una danza indígena (pero sin gritos, eso sí, que yo de histérica no tengo nada). Una vez en la cabaña en la que dormía, le pedí a mi compañera de habitación que me quitara la camiseta y el bicho todo junto, al no querer saber qué tipo de animalito de Dios había perdido la vida por mi culpa. 
Pero todo eso fue al principio. Al cabo de unos cuantos días empecé a cogerle el gusto a la cosa y a darme cuenta de que mi cuerpo es una máquina perfecta capaz de sobrevivir a beber agua no tratada o a comer pescado en mercados infectos, en contra de todas las recomendaciones para turistas del Centro de Vacunaciones Internacional.
Así que me he decidido a compartir con vosotros las experiencias que viví durante esos quince días en la selva amazónica peruana y los de algún otro viaje pasado o futuro. Que, luego, nadie diga que no se lo advertí ;)

"Remontar aquel río era regresar a los más tempranos orígenes del mundo, cuando la vegetación se agolpaba sobre la tierra y los grandes árboles eran los reyes. Un arroyo seco, un gran silencio, un bosque impenetrable. El aire era cálido, espeso, pesado, perezoso. No había júbilo alguno en la brillantez de la luz del sol. Los largos tramos del canal fluían desiertos hacia las distancias en penumbra. [...] Se podía perder uno en aquel río tan fácilmente como en un desierto y tropezarse durante todo el día con bancos de arena, tratando de dar con el canal, hasta que se creía uno hechizado y aislado para siempre de todo lo que se había conocido antes, en algún lugar, muy lejos, en otra existencia tal vez." 
El corazón de las tinieblas, Joseph Conrad