Yo estaba allí, en pleno Amazonas peruano, porque me había apuntado a un curso. Un curso para aprender sobre
fauna. Y como yo o hago las cosas a lo grande o no las hago, me fui a aprender
sobre fauna al Amazonas. Así, con un par.
El programa contaba con distintas
salidas para buscar animales, observarlos y catalogarlos. Una de las primeras
excursiones programadas era de herpetología, palabro que a mí, que no soy
bióloga ni veterinaria ni nada que se le parezca, no me decía nada de nada. En
resumen, se trataba de buscar anfibios y reptiles.
Yo ya llevaba todo el día con la
mosca detrás de la oreja con el tema de las serpientes, en concreto con el tema
de las serpientes venenosas. Nunca he tenido problemas con ellas. Me
gusta verlas y cogerlas, de forma controlada, claro. Pero la posibilidad de pisar una ya no me hacía tanta gracia. Días después me di cuenta de que no es tan
fácil encontrarse con una serpiente venenosa y mucho menos que se vea
amenazada como para atacar, pero en aquel momento mi instinto de supervivencia
me tenía acongojadita perdida.
Así que, como periodista que soy,
mientras nos preparábamos para la salida decidí hacer la pregunta clave: Y, ¿qué hago si me encuentro con una serpiente?
Respuesta: “Bueno, teniendo en
cuenta que las serpientes venenosas tienen colmillos de cinco centímetros de
longitud y, por consiguiente, las botas que agua que llevas no te servirían de
nada, y que no tenemos antiofídicos porque han de estar refrigerados y aquí no
tenemos electricidad…” Un momento; creía que había preguntado qué hacer si me encuentro
una serpiente, no qué pasaría si se abalanzara sobre mí una de las chungas. Está
bien, no sigas: me ha quedado claro.
Por tanto, como buena agnóstica, me
puse a rezar a todos los dioses que conocía rogándoles que cayera un rayo
fulminante sobre las cabañas o trajeran alguna catástrofe que evitara
la excursioncita de marras. Y tengo que decir que aquella primera noche alguno
de ellos escuchó mis súplicas: nada más salir, empezó a llover como si no
hubiera mañana y nos tuvimos que dar media vuelta. Más que nada por el viento:
resulta que el mayor número de accidentes en la jungla se da por caídas de
árboles. Ya ves tú, nunca me lo hubiera imaginado. Eso me lleva a la lección número dos de supervivencia en la jungla: si escuchas un “ñak,
ñak” en medio del bosque, más te vale adivinar rápidamente cuál de los cientos de árboles que te rodean es el que se está
rompiendo, deducir hacia dónde va a caer y salir corriendo en dirección
contraria, porque si no, chof. Súper fácil, vamos. Un par de semanas más y lo
tengo controlado…
Y, ¿por qué se caen los árboles? En la mayoría de los casos, porque han crecido tanto que las raíces
ya no pueden con su peso. Y el viento se encarga de hacer el resto. Algo, que,
sin embargo, deja paso de nuevo a la vida: las semillas inactivas que estaban
esperando en el suelo a tener algo de luz se ven por fin recompensadas… Y
empiezan a crecer.
Ver llover en la selva es
impresionante. Así que me quedé un rato en una de las hamacas del logde, mientras
lamentaba amargamente junto con mis compañeros la cancelación de la salida
nocturna y por dentro daba gracias en todos los dialectos posibles a la bendita
lluvia y al bendito viento, fuente de vida.